Guitarra solista y música popular

maru figueroa guitarrista

Voy a ser autorreferencial. Mi historia es lo que tengo más a mano, lo que conozco más a fondo. 

Me formé como guitarrista clásica. La música estuvo desde siempre para mí ligada al estudio. Mi mamá era profesora de piano en la escuela de música (que acá es como decir el conservatorio) de mi ciudad. Mi papá era fanático de Vivaldi y de Mercedes Sosa. Estas dos músicas convivían en mi casa con total naturalidad. 

Empecé a estudiar formalmente en la escuela cuando tenía 10 años. Antes ya tocaba un poco, había ido a un taller. Y tenía muy en claro que la guitarra era mi instrumento. También me gustaba mucho cantar. Entre nivel medio y universidad, pasé más de 15 años estudiando. Hoy soy profe en la misma escuela donde estudié, donde mi mamá iba a trabajar y me llevaba en la panza. 

Tuve muchos y muy buenos profes de guitarra. Acá hay una escuela de mucho renombre, vienen personas de todos lados del mundo a estudiar. Así que cuando me decidí a seguir guitarra como carrera profesional sentí que hubiera sido un desperdicio no hacerlo acá. 

Ya de chica igualmente sentía que la institución no abarcaba todos mis intereses. Muchas cosas quedaban por fuera. Tenía que buscar cosas en otros lados. Hice muchísimos talleres y cursos. Formé proyectos musicales con amigos de adentro y de afuera de la escuela. Canté en coros y viajé mucho. Pero aún así, acordes, ritmos, acompañamiento, folklore, música popular, improvisación, tocar de oído. Todas esas cosas eran falencias para mí. Eran misterios que no entendía cómo algunos podían hacer y yo que estudiaba tanto, no.

Mientras cursaba el nivel universitario (lo hice aquí y en otra universidad simultáneamente, en una ciudad cercana) fui tomando cada vez más conciencia de esas falencias que tenía mi formación. Y me fui enojando bastante a causa de eso.

Como dije, hice dos carreras simultáneamente. Me recibí en ambas, con un par de años de diferencia y muchas contrariedades. Al cerrar esta etapa lo único que sentía era que estaba harta de estudiar. Cansada de que me evalúen. Y sobre todo, de no tener tiempo para hacer lo que sentía que realmente quería: hacer folklore. Fue un alivio enorme salir de la etapa de estudiante. Y justito por esos años, junto con el alivio, llegó la crisis. 

Mientras transitaba el estudio universitario (con muchísima exigencia, pues, docentes de alto nivel, dos instituciones a la vez, dando clase, viajando para estudiar y también sosteniendo proyectos artísticos independientes) tuve la suerte de asistir a un encuentro de música entrerriana que organizaban unos músicos conocidos míos. Nunca estuve tan sin entender nada y todo a la vez como en esos días. Sentía que no conocía absolutamente nada de toda esa música. Que todo lo que estudiaba no me servía de nada. Que quería saber más de eso y que a la vez, con sólo rasguear un acorde, podía ser parte de algo muy enorme musicalmente. Esta vivencia me marcó profundamente y reorientó mi vida artística para siempre. 

Ese movimiento de músicos se llamaba y se llama De Costa a Costa. Hoy es mi casa y mi asidero. 

Decía que entonces llegó la crisis. Me encontré con que había dedicado toda mi vida a estudiar algo que no me servía ahora para abordar lo que verdaderamente me interesaba, lo que me motivaba y me hacía feliz tocar, descubrir y aprender.

La crisis fue honda y duró unos años. Durante ese tiempo me parecía un absurdo estar horas y horas en soledad ensayando técnica y leyendo partituras. No lo quería hacer, no tenía ni una pizca de voluntad ni de ganas. Pero todavía no sabía cómo hacer música de otra manera. Las guitarreadas eran crueles. Me daba contra la pared una y otra vez. Erraba. No sabía. Me perdía. No podía nada. Los pocos temas que me acordaba de memoria de mis tantos años de estudio me servían de refugio y de caballito de batalla cuando alguien me pasaba la guitarra o me pedían un solo. A mucha gente del ámbito folklórico donde empezaba a moverme esto le parecía muy cautivador. Pero a mí no me bastaba. Yo quería diluirme en el anonimato. Ser parte de la masa sonora. Saber lo que otros sabían y no distinguirme por lo que yo sabía. Quería desaprender. Quería olvidar. Y lo hice. Decidí voluntariamente dejar de estudiar, dejar de repasar y de tocar los temas que ya sabía. Olvidarme todo. Absolutamente todo lo que sabía y lo que había sido hasta acá. Empezar de nuevo.

Fue duro. Fue un poco extremo quizá. Pero poner todo en duda fue muy aleccionador también.

Un sólo tema sobrevivió todo ese olvido. Una sola pieza me acompañó en todo ese tiempo, sin abandonarme jamás. No había forma de que la olvidara. Estaba en mí. Era un chamamé. Un tema que había leído hacia muchísimos años. Todavía me acuerdo esa noche en que la aprendí porque no podía parar de tocarla (la leí de una partitura). Se me hicieron las 12 de la noche y era mi cumpleaños y mi mamá abrió la puerta de la habitación donde yo estudiaba y me vino a saludar y traerme un regalo. Yo apenas le di un beso y seguí. No podía parar de tocar ese chamamé. De mi guitarra a la villa se llama. Nunca me lo olvidé. Ahí había una punta para seguir. 

Recordar es volver a pasar por el corazón. Recordar ese y no cualquier otro tema no era menor. 

Esta pieza tiene las características de la música clásica, pero también del folklore. Es un chamamé, pero está concebido para la guitarra solista. Tiene todos los elementos de la música para guitarra sola y además está escrito. Nota por nota. No era casualidad. Volver a pasar por el corazón. Ese tema tenía la esencia de lo que yo no podía dejar de ser. Música entrerriana y solista de guitarra. 

Por esos años me habían invitado a tocar en guitarras del mundo, un festival internacional muy importante que se hace en toda Argentina. Por primera vez iba a ser guitarrista local. Imaginense con la cantidad de buenos guitarristas que hay en mi ciudad eso es muy difícil que suceda y además es una enorme responsabilidad. Fue un empujón para volver al solismo. Armé un repertorio de música entrerriana en guitarra sola, con partituras que ya conocía y con algunas que fui rastreando. Ahí me encontré con la obra de un músico que no conocía y me deslumbró.

Entre las andanzas de esos años, fuimos con uno amigos a rastrear más obras de este autor. Maciel Varela se llamaba. Sabíamos que había escrito muchas obras pero no habían sido publicadas. También sabíamos que su sobrino las tenía guardadas. Y allá fuimos, a un pueblo en el centro de la provincia, que se llama Macia. Nos recibió este sobrino, muy cálidamente y después de compartir la mesa, trajo un librito con fotocopias de partituras. Eran copias de los manuscritos. Yo me puse a hojear con curiosidad y a leer al azar lo que me pareció más accesible. Se hizo el silencio y yo quedé tocando esa partitura mientras el resto escuchaba. Cuando terminó la página musical, quedamos todos extasiados. Nadie nunca había escuchado esa música, y yo tenía el poder de hacerla sonar. Esa experiencia me cambió la vida. Por primera vez fui conciente del enorme valor que tenía todo lo que yo había estudiado. Yo podía hacer sonar esa obra. La podía entender, tocar, estudiar, transmitir, difundir. Disfrutar. Nadie más de los que estaban ahí podía hacer eso. Nadie de los que sabían hacer eso estaban ahí tampoco. Solamente yo.

Empecé a darme cuenta que ser solista no necesariamente era hacer música clásica. Empecé a observar más en detalle ésta y otras músicas que se le parecían. A estudiarlas. No ya para armar un repertorio o para dar un concierto simplemente. Más bien para entender hacia dónde me dirigía, qué era lo que buscaba, qué era yo o más bien quién era yo. Este proceso es ineludible para un artista. Todos tenemos que preguntarnos quiénes somos. Qué queremos. Qué nos identifica. Qué no nos identifica.

Empecé a elegir temas de la música folklórica que estaba conociendo y haciendo en grupo y a intentar mis primeros arreglos para guitarra sola. Mis primeras versiones. Junto con eso me metí a estudiar la obra de Maciel en profundidad. De estos dos caminos salieron mis dos discos solistas, uno con música folklórica entrerriana en versiones propias para guitarra sola y otro dedicado a la obra inédita de este autor, Maciel Varela. 

Para mí fue empezar a encontrar la síntesis. Dejar de reñir con mi historia y empezar a abrazarla. A darle lugar. A cuestionarla sin negarla. A integrarme. Y a valorar realmente todas las virtudes de algo que me había tomado tantos años construir. Una técnica sólida que me permitía hacer música sin necesitar de nadie más, sola con mi instrumento. Y esa técnica se podía orientar a la música que yo quiera. Todo el mundo se abría de nuevo para mí. Podía ser guitarrista solista y hacer música de mi tierra. Me di cuenta que había muchos referentes a quienes mirar para buscar inspiración y que sobre todo, tenía que mirar para adentro.

No estoy diciendo nada nuevo. Sin embargo, descubrir algo en primera persona es siempre una novedad. Mi historia está llena de modelos de guitarristas solistas, que hacen folklore, que componen y tienen una técnica impecable. Pero el sólo hecho de ver que eso existe no define para nada que eso sea lo que uno quiere. O lo único que uno quiere. Uno puede querer muchas cosas. Yo pienso que lo importante es preguntarse de qué uno no puede prescindir, de qué no puede deshacerse, porque es parte de lo esencial en uno. 

A partir de todas estas experiencias yo empecé a pensar la guitarra, la música, la vida, de otra manera. 

Ya no pienso guitarra clásica. Pienso guitarra solista. Pienso técnica clásica. Entiendo el folklore como sistema de vivencias colectivas y no simplemente como un género o un repertorio. Pienso la música folklórica atravesada por la teoría musical que estudié tanto. Pienso que la teoría musical me tiene que servir para decodificar ese mundo que quiero visitar y me tiene que permitir hacerlo un poco más entendible para otres que tengan una historia parecida a la mía. Más cerca de las partituras que de la guitarreada. 

Tengo ideas para ahondar con ustedes. Pero me interesa saber qué les interesa a ustedes. Qué les duele, como diría un poeta amigo. Qué les pica. En qué andan, de qué dudan. Compartamos esas incertidumbres, que a veces saben más de nosotros que nosotros mismos.